Charlie Crews
A Charlie Crews le gustan las ventanas. Amplias. Luminosas. Durante los últimos diez años de su vida, la única “ventana” de la que había disfrutado se encontraba en la puerta metálica y gris de su diminuto cuarto en la prisión estatal de Pelican Bay. Esa ventana, de poco más de un palmo de largo, por otro palmo y medio de alto, estaba atravesada por cuatro barrotes oxidados. Desde ella sólo se podía contemplar una puerta igual a la suya, gris y metálica, con el mismo agujero haciendo de ventana, los mismos cuatro barrotes oxidados, y una cara igual de gris mirando a través de ella. Habían sido muy duros aquellos 10 años en aquella celda odiosa de Pelican Bay. El tiempo, que pasaba a la velocidad de la deriva continental dentro de sus muros, se teñía del gris de sus paredes, del techo, del suelo. Incluso las sábanas del catre, incómodo y deformado por la estancia de otros inquilinos, eran de color gris macilento. El inodoro, en comparación con el entorno, parecía una delicada taza de po