Charlie Crews

A Charlie Crews le gustan las ventanas. Amplias. Luminosas. Durante los últimos diez años de su vida, la única “ventana” de la que había disfrutado se encontraba en la puerta metálica y gris de su diminuto cuarto en la prisión estatal de Pelican Bay. Esa ventana, de poco más de un palmo de largo, por otro palmo y medio de alto, estaba atravesada por cuatro barrotes oxidados. Desde ella sólo se podía contemplar una puerta igual a la suya, gris y metálica, con el mismo agujero haciendo de ventana, los mismos cuatro barrotes oxidados, y una cara igual de gris mirando a través de ella.

Habían sido muy duros aquellos 10 años en aquella celda odiosa de Pelican Bay. El tiempo, que pasaba a la velocidad de la deriva continental dentro de sus muros, se teñía del gris de sus paredes, del techo, del suelo. Incluso las sábanas del catre, incómodo y deformado por la estancia de otros inquilinos, eran de color gris macilento. El inodoro, en comparación con el entorno, parecía una delicada taza de porcelana blanca en medio de aquel ambiente monocromático.

Pero Charlie Crews no tenía nada en contra del color gris. Le ayudaba a no pensar durante las largas horas que pasaba en aquel agujero, andando y desandando los cinco pasos que tenía de largo la celda. El gris conseguía incluso que la luz artificial y desagradable de la prisión, con su zumbido malsano, fuera soportable. Charlie, sin embargo, sentía escalofríos cuando veía el color naranja.

El uniforme penitenciario de la cárcel era naranja, naranja nuclear. Cuando les sacaban al patio, una hora al día, el asfalto sucio y degradado parecía un campo de calabazas radiactivas. Pero la realidad era otra, ya que sólo se trataba de muertos vivientes, musculosos y naranjas, que siempre estaban enfadados con el pobre Charlie. Él prefería estar sólo en su agujero gris que someterse a la mirada escrutadora de los demás prisioneros. Y del sol, que siempre parecía frío y lejano.

Muchas veces durante los “recreos” había recibido palizas de otros presos. La sensación de dejar de ser una persona, y transformarse en un conejo asustado, le provocaba una angustia brutal. Por eso, el primer impulso que sentía cuando salía al patio, era arrojarse contra las vallas electrificadas de la prisión. Altas hasta el infinito para cualquier preso, para Crews semejaba una gran malla metálica que le daría su abrazo mortal para acabar con todo.

De la “compañía” de los presos en el patio logró deshacerse con el tiempo, pero en el comedor era otra historia. La habitación más grande de la penitenciaría se transformaba en un sitio minúsculo y asfixiante durante la media hora que duraban las comidas. No era el hecho de estar rodeado por un centenar de calabazas asesinas, ya que de eso podría haber huido cerrando los ojos. Era el intenso olor a sudor y desinfectante que inundaba el lugar.

No recordaba ningún sabor u olor de la comida de la prisión, pero tenía marcado a fuego en su memoria aquel hedor. También las miradas de los presos, amenazantes y heridas, desprendían su propia esencia, igual de desagradable. Por eso, aunque intentaba concentrarse en la bandeja de comida, que también era gris, no podía escapar de aquella peste que le acompañaría hasta la celda.

Charlie Crews se quedó mirando por la ventana de su nueva casa, de su nueva vida. Le gustaban las ventanas y ésta era perfecta para él. Con un gesto de satisfacción la abrió e inhaló el aire contaminado de Los Ángeles como si fuese un perfume. Ya era libre.

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Charlie Crews, protagonista de LIFE.

Comentarios

  1. Gran personaje. Me pregunto cuanto habrá de realidad detrás del personaje.

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