Ingeniería emocional: La escribidora

Caminaba despacio, a pasos cortos, por el estrecho y oscuro pasillo. El papel desconchado de la pared, verde dólar, se cernía amenazador desde el alto techo de escayola. "Maldita sea, maldita sea" murmuraba mientras con las manos buscaba el marco de la puerta. Tenía los ojos cerrados, el pelo canoso y cardado y llevaba un vestido gris con flores marrones. Su rostro, ajado y arrugado, estaba pálido. Paró súbitamente.

Era Goldy "la escribidora". Había nacido un día cualquiera de hacía ya demasiados años. Loca, loca, loca de atar, había vivido los primeros años de su vida en internados, hospitales psiquiátricos y manicomios. Un día consiguió huir y se encerró en aquella casa pequeña y oscura. Como el nido de una araña, fue tejiendo una red de oscuridad a su alrededor y se aisló del mundo. Encerrada en aquella cárcel, podía recorrerla con los ojos cerrados. “Maldita, maldita sea” murmuraba.

Nadie escuchaba sus maldiciones. Los únicos que sabían de ella eran sus vecinos, que se limitaban a darle de comer de vez en cuando a cambio de unas pocas monedas. La procedencia de las mismas era desconocida para todos. Pequeñas y doradas unas, grandes y oxidadas otras, siempre tenía un puñado con el que pagar su caridad. Nadie hacía preguntas y ella nunca daba respuestas. Lo único que sabían de su vecina Goldy era que tenía una máquina de escribir.

A cualquier hora del día, todos los días, desde el piso de la anciana emanaba el soniquete de una vieja máquina de escribir. Muchas veces de manera ágil y rítmica, otras de forma errática. Algunas noches se podía oír el llanto de Goldy mientras tecleaba de forma lenta y triste. Algún día sólo tecleaba unas pocas palabras. Pero nadie que escuchara el ruido de aquella máquina quería leer, ni si quiera imaginar, el fruto de sus entrañas. Tampoco vieron a la anciana comprar papel ni a nadie que recogiera sus escritos.

El secreto que escondía Goldy entre aquellas sucias paredes de papel desconchado se antojaba terrible a todo aquel que tenía noticia. Algunos aventuraban que tenía el síndrome de Diógenes y vivía en la inmundicia acumulada durante tantos años. Que estaba loca y sola. Otros por el contrario, más aficionados a la fantasía, imaginaban a Goldy saliendo de forma furtiva por las noches de su casa y secuestrando niños de sus camas. La portera afirmaba que la anciana escribía una novela sobre su difunto marido, al cual velaba de cuerpo presente en una habitación de su casa. Y el cartero afirmaba que en ocasiones llevaba cartas a Goldy del mismísimo lucifer. Y ella le daba las respuestas perfectamente mecanografiadas.

Toda la leyenda que rodeaba a la anciana, ahora parada en el umbral de la puerta de su cocina, era injusta con su realidad. Sus manos, con aquellos dedos largos y fuertes, temblaban lentamente. Un sudor frío recorría su nuca y su piel, arrugada y manchada, imitaba como podía a la de una gallina. Su semblante pálido se quedó inmóvil, sereno. “Maldita sea” murmuró por última vez.

En aquel pasillo oscuro y estrecho no corría el aire. En aquella atmósfera tan cargada se podía “ver” el sonido removiendo las partículas de polvo del viejo ascensor del edificio bajar hacia el portal. Nada más. Pero Goldy levantó levemente el mentón en postura de escucha y suspiró. “De acuerdo” musitó. Y abrió los ojos.

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