Incrédulo



Rugero (pronunciado a la italiana "ruyero") miraba por la venta mientras los desvencijados acordes de Patrizio (pronunciado con z de "Letizia") reverberaban en el atardecer gris. Llevaban ya 3 meses encerrados en aquella casa y el mundo real parecía un cuento ficticio y distante. "Mundo real". Una sonrisa sardónica cruzó el escuálido rostro de Rugero (pronunciado a la italiana "ruyero", al que a partir de ahora denominaremos R. por abreviar) donde se atisbaba una barba mal cuidada y peor recortada. "Mundo real" era el mundo de antaño, aunque realmente fuera el mundo de ayer. Por la incompetencia de los de siempre aquel tiempo de vino y rosas había desaparecido, y ahora sólo quedaba la extraña sensación de vacío de un horizonte inexistente.

R., ingeniero, y su pareja Patrizio (al que a partir de ahora denominaremos P. por abreviar), abogado en paro, se marcharon a la casa que tenían los padres de R. en el pueblo en cuanto vieron que la situación se ponía difícil en la ciudad. No es que tuvieran un plan, tampoco parecía algo diferente a unas vacaciones imprevistas, o así quisieron pensarlo. Pero ahora R. cavilaba y se daba cuenta de que había salvado a su familia de forma providencial. Mientras las nubes de ceniza se iban apagando con el atardecer y la oscuridad iba tomando posiciones para la noche por venir, R. pensaba en todos sus amigos y conocidos, que se quedaron en la ciudad, ya no estaban. Todos muertos.

O posiblemente lo estarían. Hacía 36 horas que no emitía ningún canal de televisión ni radio. Ni una misera señal de emergencia como en las películas, simplemente un mensaje neutro que advertía de que no había señal y un opaco silencio en las ondas. P. le había dicho que no parecía posible, y con una vieja radio que había encontrado había estado intentando captar alguna emisora, algún mensaje. Sin embargo, no se captaba ni ruido blanco ni las reminiscencias del Big Bang. Sólo un silencio que parecía tragarse todo lo demás.

Por eso ahora andaba en un banco de la cocina trasteando con la guitarra. El silencio se le hacía insoportable, como un velo que le enmarañaba la sesera y le entumecía el alma. P. era una persona sociable y urbanita, por eso el silencio se le hacía agónico. Apenas habían cogido las tablets y el portátil, además de los móviles, porque cuando decidieron saltarse las medidas de seguridad y saltarse el cordón de seguridad nunca pensaron que iba a durar tanto tiempo. Realmente nadie estaba seguro de lo que iba a pasar, y los días venían determinados por la improvisación de cada momento.

Para R., sin embargo, la "improvisación de cada momento" venía dictada por la aparatosa arbitrariedad de las autoridades. Lo que al principio parecía un brote de una nueva cepa de la gripe, se había convertido incomprensiblemente en una amenaza de lluvia de meteoritos pocas semanas después, y en menos de una mes en una invasión intergaláctica. Por supuesto, los que lo sabían desde el principio habían sido silenciados, condenados a predicar en el desierto de las redes sociales a los cuatro pelagatos que todo el mundo llamaba frikis. ¿Quién tenía la razón ahora?

Pensado fríamente era bastante improbable que lo que empezó con una cuarentena en una ciudad de China desembocara en una invasión de una raza alienígena. De hecho, R., al comienzo negó hasta de la premisa de que una gripe en China pudiese ser un problema de ámbito internacional. Lo dejó por escrito en su muro de Facebook, en sus grupos de Whatsapp, en su Instagram, incluso en la cuenta de Twitter que se abrió para desahogarse cuando la cuarentena empezó a desesperarle y P. ya no le hacía caso por puro hastío.

Si algo debe definir a la autoridad es ir por delante de los problemas para evitarlos, porque sino siempre llegará tarde. Y los líderes al final habían hecho todo tarde, y además mal. Antes de que internet cayera y dejara de ser útil, reproduciendo contenido congelado en el tiempo de hacía días en el mejor de los casos, R. se empapó de un montón de información que demostraba que todo se había gestionado negligentemente. Como siempre, había primado el interés político por encima del económico; el interés económico por encima del humano. Incluso, cuando aún habría habido alguna posibilidad, primó el interés patriótico por encima del racional. Y ahora sólo se respiraba un aire hediondo que olía a cenizas.

P., esa misma mañana, había comentado que le parecía incomprensible que el mundo se estuviese desgarrando en guerras civiles mientras una raza extraterrestre amenazaba a la humanidad, que no tenía sentido. Para R., por otro lado, la respuesta era clara. Había investigado lo suficiente para saber que era prioritario que las armas para contrarrestar a los alienígenas estuvieran al servicio de aquellos que, sino desde el principio, al menos en el intermedio habían tenido clara la amenaza a la que se enfrentaban. No podía decírselo porque apenas podían hablar ya sin discutir, pero el comentario había bastado para que le hirviera todo el día la sangre. 

Los últimos días habían sido tensos. A P. le parecía ahora que incluso lo de los extraterrestres era algo bastante insólito. Habían visto vídeos en la red y en los informativos de las naves, de los destrozos que causaban, del horror y el terror que sembraban. Casi tan indescriptibles como las que en todas partes realizaban las diferentes facciones para tener el control de la situación. Pero no era suficiente, no. P., que llevaba ya tres semanas con una tos seca y constante, era incrédulo. Señalaba que no tenía sentido que las naves aparecieran y desaparecieran, que no fueran del todo iguales o que no existiera un consenso científico claro sobre dónde estaban cuando no estaban atacando. Y para R. era esa incredulidad, esa incapacidad para no pensar lo impensable, lo que los había condenado.

Comentarios

  1. Me parece un estupendo inicio, ahora a esperar el siguiente capítulo...

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