Ángel



Entró en el coche, arrojó el bolso al asiento del copiloto y cerró con cuidado la puerta. Agarró el volante con sus dos manos, flexionó su cuerpo sobre él y tomo aire con fuerza. Levantó la mirada y dejó que las luces del tráfico iluminaran sus ojos vidriosos. Poco a poco su boca se fue transformando en una mueca cada vez más desagradable, torciéndose en una sonrisa invertida e imposible. No hubo ningún observador que pudiera decir si los espasmos comenzaron antes de los sollozos apagados y lastimeros. Abrazada a su volante casi sin fuerzas, las lágrimas empezaron a extender la sombra de ojos por toda su cara, cayendo sin cesar sobre sus rodillas. En su barbilla se juntaban con los mocos y la saliva, que supuraba su boca deformada en una mueca de dolor. 

Cada vez se iba haciendo más pequeña y frágil, por lo que cada convulsión la quebraba un poco más por dentro. Su pelo rubio y lacio se iba oscureciendo por momentos, pese a reflejar las luces indiferentes de los coches que pasaban por la carretera. El sabor amargo de las lágrimas la envolvía, mientras que sus pulmones se cerraban y tiraban de ella hacia la oscuridad que estaba vertiendo desde dentro. Un remolino de angustia y desesperación la rodeaba y la tragaba sin remisión. Le temblaba cada porción de su cuerpo, desde los dedos de los pies, que se retorcían como gusanos, hasta sus cejas húmedas y despeinadas.

Su mano izquierda se levantó un poco, como si hubiese conseguido escapar un momento del sollozo que la devoraba. Sin embargo no era para pedir ayuda. Con torpeza golpeó el volante una vez, y luego otra, hasta que en un ataque de histeria, desató su ira contra él mientras gritaba, dejando sus pulmones sin aire. Después se quedó quieta, con la mirada perdida en sus botas, con la boca abierta y babeante. 

Tras unos segundos, o puede que unos minutos, se irguió en el asiento. Tenía los dientes apretados, con la cara demacrada por el llanto y sucia de maquillaje, mocos, lágrimas y saliva. Algunos mechones de su pelo color paja estaban pegados en sus mejillas; su mirada perdida y teñida de negro y rojo era la viva imagen de la desolación. Los brazos seguían apoyados a los dos lados del volante, que parecía completamente ajeno al drama que se vivía en el interior del coche. Levantó un poco la mirada y sintió cómo los ojos de una desconocida la herían desde el retrovisor. 

La calma llegaba tras la tormenta, sus brazos se relajaron, la barbilla tembló ligeramente mientras los músculos de la cara descargaban la tensión. Buscó un paquete de pañuelos en el bolso, el cual le pareció pesaba una tonelada. De hecho todo le pesaba de manera infinita: las extremidades, los párpados, el corazón. La cabeza le empezó a zumbar con ese dolor tan característico de la descompresión después del llanto. Intentó recomponer el rostro a la desconocida que le miraba al otro lado del espejo, volviendo poco a poco al mundo que había abandonado hacía un momento en el rapto del lloro. Abrió una de las ventanillas y dejó que el ruido de la ciudad, capitaneado por el del tráfico, entrara en el vehículo.

Los colores tomaron vida, las luces de las farolas se arremolinaron alrededor del coche. El olor a frío inundó sus fosas nasales y sintió perfectamente como bajaba por su pecho e insuflaba vida a sus pulmones. El zumbido de su cabeza se acompasó con el latir de la ciudad. En el cielo las estrellas que desafiaban la contaminación lumínica enfocaron toda su atención hacia ella, que comenzó a buscar las llaves para encender el motor. Otro motor, el suyo, se iba calentando en su interior, devolviendo a sus sentidos la atención a los detalles.

Cuando por fin introdujo la llave en el contacto se miró una última vez en el retrovisor. La desconocida se había marchado y volvía a ser ella. Despacio, de manera deliberada, intentó arreglarse el pelo, apartándolo de su cara. Colocó los espejos, se puso el cinturón de seguridad y arrancó el coche. Aunque los estragos del llanto seguían presentes en su rostro, su mirada expresaba determinación. Sus ojos claros, ligeramente guiñados por la sensibilidad derivada del sollozo, parecían ir muy por delante del coche, de la música de la radio, del tiempo y del espacio. Con la barbilla ligeramente levantada, toda la tristeza y la angustia iban deslizándose por su piel y se quedaban atrás. El baile loco de su media melena, animado por el aire helado que entraba por la ventanilla, salpicaba hacia todos lados sus lágrimas y pesares.

Unos meses después, durante un viaje a un país exótico y paradisíaco, en el atardecer de un día cualquiera, su corazón se paró. El sol, una inmensa bola naranja, se estaba sumergiendo en un mar de nubes que traían una tormenta desde el interior del océano. Estaba con sus amigas, perdida para el resto del mundo, dejándose llevar por el encanto de la novedad, el misterio, lo desconocido. Se había cortado su cabello rubio, lo que hacia que muchas veces echara de menos sentirse enredada con el viento. Ya no usaba sombra de ojos, había decidido alejar los nubarrones del cielo que anidaba en ellos. En aquel preciso momento estaba bailando.

En los pocos días que llevaba en aquella isla habían aparecido unas pequeñas arrugas en las comisuras de sus labios. Eran consecuencia de la sonrisa que parecía no iba a abandonarla nunca y que enmarcaba sus labios finos y largos. Sin embargo, aquella tarde cualquiera, la sonrisa se borró de su cara mientras giraba inmersa en su baile, perdida para todo el mundo. Nadie se dio cuenta de como la arena de la playa la recibía en silencio, con delicadeza. Los que la acompañaban tardaron una eternidad en ser conscientes de lo que pasaba, mientras el reflejo del sol escondiéndose en la tormenta se apagaba en sus ojos.

Nadie sabía que pasaba mientras la histeria de sus amigas crecía al mismo ritmo que la tormenta huracanada. Cuando llevaron el cuerpo sin vida al hospital toda la zona se quedó sin suministro eléctrico. Un fallo en los generadores de emergencia hizo que tuviera que retrasarse la autopsia varias horas, en los que las amigas negaron que hubiesen consumido drogas, aunque admitieron haber bebido bastante alcohol. Cuando el asunto llegó a la familia y la política entró en juego, la noticia saltó a la prensa. Obviamente la culpa de todo la había tenido la juerga sin control y la forma de vida de aquel rincón supuestamente paradisíaco. Supuestamente porque después del huracán hubo un recuento de doce muertes. Sin contar la de ella, claro.

No sé por qué la recuerdo. Tal vez fuese por su mirada, por su fragilidad o por sus infinitas ganas de huir. Nadie lo sabrá nunca, pero lo que la mató no fue la juerga, ni siquiera el estar despreocupada lejos de un trabajo horrible y un hogar parecido a una prisión. Fue la tristeza la que la mató. La presión a la que sometió su pecho durante aquel llanto dentro del coche le había creado una pequeña disfunción en su corazón. Había llorado así muchas veces, casi siempre al salir del trabajo. Odiaba que le vieran llorar, que se recrearan en su debilidad. Curiosamente aquel día en el coche había sido la última vez.

Había vuelto a su casa y había informado a sus padres de que se marchaba a casa de su hermano, que no aguantaba sus discusiones, que ella no estaba bien y que necesitaba estar lejos de ellos. Poco después dejaba su trabajo pese al terror que la simple idea le producía. Y también cortó su relación con el chico que había compartido sus últimos 5 años, una larga cuesta abajo en la que se sentía resbalar cada día más deprisa. Hizo todo aquello de manera mecánica, sin pararse a pensar. Sentía que no podía volver a encontrarse con la desconocida del retrovisor nunca más.

Durante los siguientes meses retomó la pintura, que había abandonado en los días de la universidad. Conoció a su hermano como si fuese la primera vez, sus hábitos poco convencionales y manías, los cuales le habían apartado de la familia hacía ya muchos años. También volvió a conectar consigo misma, a la que había abandonado hacía ya demasiado tiempo. Y conforme los días se hacían más largos y la primavera avanzaba, ella también florecía. Todo el mundo le decía que estaba más guapa, que parecía más fuerte. Ese fue el motivo principal para que diera el paso de cortarse la melena.

Olvidó el llanto, olvidó la sensación de la presión en el pecho que produce la tristeza persistente, y se dejó seducir por los rayos del sol que anunciaban el verano. Esa vitalidad y esa fuerza llevaron a que se reconciliara con sus padres poco antes de partir al paraíso con sus amigas, aunque ellos no pudiesen hacer las paces entre ellos. Y fue precisamente una llamada de su padre la mañana de aquel día la que le hizo recordar ligeramente la punzada del dolor propia de la tristeza. Fue un comentario sin más, que quedó perdido en la inmensidad de todo lo que le rodeaba en aquel momento de felicidad. Pero aquella leve punzada fue la que terminó de desencadenar lo inevitable.

La euforia y la alegría que sintió aquella tarde fueron su respuesta al destino, que desde hacía meses había planeado ese desenlace. La recuerdo sonreír, la recuerdo agarrarse el estómago de la risa. La recuerdo desafinando mientras cantaba con sus amigas en la playa. Recuerdo como en su mente no había ni ayer ni mañana, tan sólo una salvaje pasión por el presente. Recuerdo verla girar y recuerdo ver su corazón estremecerse de júbilo. Y recuerdo que supe de forma nítida lo que iba a pasar en la infinidad de tiempo que pasó desde su penúltimo latido al último.

Yo no tengo permitido sentir tristeza, pero teóricamente tampoco debería tener recuerdos. Y tan claro como la recuerdo, la tristeza que trae ese recuerdo es también diáfana. Pienso en ella, quizá demasiado, e intento poner todas las piezas sobre la mesa, pero no me dan un cuadro completo. Y es que, en el último instante antes de desaparecer, no sé qué pensó ni qué sintió más allá de un dolor penetrante y físico. Antes de ella siempre creí saberlo todo, pero ahora comprendo que siempre habrá una parte infranqueable en el alma humana. Posiblemente sea ese misterio el que la mantiene tan viva para mí. Y esa vida después de la muerte la que me mantiene a mí.


Comentarios

Entradas populares de este blog

Zure doinua -Lain-

WOODKID - Iron

Los concursos musicales - Use Somebody