La Calle Vaduz (I)

Jonsi era el pequeño de siete hermanos. Todos chicos. Todos malas bestias. Él, sin embargo, era dulce y cariñoso, con una mirada azul y triste. De pequeña estatura, era un superviviente de la Calle Vaduz, muy cerca de la Catedral* de Arkángel. De hecho, el final de la calle daba a un angosto callejón que se cominicaba con el templo-fortaleza. Desde ahí los sacerdotes, una vez a la semana, repartían alimentos, mantas y bienes de primera necesidad. El único requisito para recibirlos era ser menor de 16 años. Por eso Jonsi y sus seis hermanos habían podido vivir medianamente bien.

Los otros niños que solían frecuentar la calle vivían medianamente mal, como señalaba la señola Soah. Había hecho de la madre de los pequeños rufianes, aunque no quería a ninguno. Ni si quiera a Jonsi. Le despreciaba y se mofaba de su cara de bobalicón. Él, sencillamente sonreía. Delgada y de rostro afilado, nadie sabía que había sido antes de la guerra. Ni tan siquiera su edad o procedencia. El resto de familias que vivían en Vaduz intentaban evitar pasar por delante de la destartalada chabola de Soah. Temían tanto a los niños bárbaros como a su iracunda madrastra.

Pero Jonsi era, a grandes rasgos, un niño sociable. Muchas veces se le podía ver con otros niños, tanto de familias vecinas como de otros barrios que buscaban la ayuda de los sacerdotes. La señora Vilévich le solía dar traguitos del aguardiente de su marido, y el anciano Ölaf Ulmoda terrones de azúcar. La gente sentía lástima por él, ya que con su cabello rubio y su mirada inocente parecía un ángel perdido entre tanta miseria. Además, sus hermanos abusaban de él y le trataban como un auténtico esclavo. En el barrio la gente pensaba que tenía un retraso que le impedía ver la realidad. Eso para ellos era una especie de suerte.

El niño, sin embargo, sí que veía la realidad. Mucho más nítidamente que el resto de sus vecinos. La Calle Vaduz había quedado arrasada por la guerra, lo que había dejado enormes solares donde, milagrosamente, la naturaleza había ganado la partida al frío y al hielo. También las ruinas de algunos edificios gubernamentales semejaban ahora montañas de formas imposibles. La imponente figura de la Catedral era un gigante que les protegía del terrible aire del norte, y el río subterráneo de Ossè les daba agua potable todo el año. Sus hermanos y su madrastra serían unos monstruos, pero Vaduz era un sitio hermoso en el que vivir.

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